
Sentí cómo pequeños haces de luz se colaban por los agujeritos de la persiana y goteaban por mi cara. Poco a poco fui entreabriendo mis ojos y de repente mi corazón se encogió. Percibí su silueta, las curvas de su cuerpo, su peso sobre mi cama… Y su pelo. Su pelo me deslumbró más que cualquier rayo de sol. Caía como una cascada desde la raíz y se desparramaba suavemente por sus hombros, su espalda, incluso parte reposaba en mi almohada. Inspiré con fuerza y me llegó su olor, un olor joven, alegre, como a fruta fresca. Conforme mis sentidos iban llenándose de su esencia una sonrisa se dibujaba en mis labios, causada por la enorme dicha que embargaba mi alma. Estiré uno de mis brazos muy lentamente, temiendo despertarla. La yema de mis dedos recorrió el suave halo que envolvía su piel, que no llegaba a tocarla. -Has vuelto.- Murmuré. Sin poder evitarlo atravesé ese mágico halo con la punta de mis dedos, anhelando experimentar la suavidad de esos hilos dorados que conformaban su melena. Y justo cuando mi piel se electrificaba y mi corazón comenzaba a entonar una melodía tan joven y fresca como el aroma que ella desprendía, mis ojos se abrieron completamente, ya descansados se abrieron de par en par, como dos oscuras ventanas que absorbieron la luz, su halo, su olor, su pelo, su cuerpo, su esencia… Y mi mano cayó, inerte en la almohada, se arrastró por las sábanas en un delirante deseo de encontrar algún indicio de su presencia, pero aquel lado de la cama, al igual que la escarcha que rodeó mi corazón en un asfixiante abrazo, estaba frío, estaba helado.
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