Cupido marca los corazones de aquellos a los que toca con su
flecha, aquellos que están destinados a estar juntos para siempre.
¿Queréis saber por qué? Está bien. Os lo contaré. Pero este
debe ser nuestro secreto.
Hace mucho, mucho tiempo, cuando los primeros humanos
rondaban la tierra, cuando el primer ápice de razón comenzaba a aparecer en su
mente, un ángel se aburría en los cielos. Ese ángel es hoy conocido con el nombre de Cupido.
Cupido vivía rodeado de sus hermanos y hermanas, todos
ángeles, rígidos, estrictos, absortos en su sosegado amor hacia la naturaleza,
así que el pequeño ángel apartó la vista de su familia, zambulléndola en la
inmensidad del universo.
Observó todas y cada una de las estrellas que habitaban cada
una de las galaxias existentes, nada parecía sacarle de su perpetuo
aburrimiento. Hasta que un día, encontró a dos estrellas muy juntas en la
pequeña constelación de Sagitario, conocida como “la flecha”.
El ángel quedó prendado al momento del modo en que ambas
estrellas se acercaban, el modo en que dependían de su unión, la pasión que
compartían, la necesidad de la una de estar cerca de la otra. Cupido miraba a
las estrellas y se miraba a sí mismo, sintiendo unos celos terribles de la
sobriedad con la que se veía obligado a actuar en los cielos, mientras por ahí
había seres disfrutando de sentimientos tan intensos.
En una muestra de lo que él consideró “ingenio” elaboró un
arco de madera de los árboles del edén y una sola flecha, cuya punta estaba
hecha del material de la espada de su hermano Uriel, con la que expulsó a los
primeros humanos del paraíso. Volvió al
lugar desde el cual observaba a las estrellas enamoradas y, apuntando con
decisión, soltó la cuerda del arco, acertando justamente entre los cuerpos de
ambas estrellas, partiéndolas por la mitad.
Una de las mitades de cada una salió volando, cayendo en
distintos lugares de la tierra e incrustándose en el alma de un humano
distinto. Cupido observó esto con curiosidad, pues percibió algo distinto en
sus corazones. Al cabo de los días, ambos dejaron de comer, estaban abatidos,
suspiraban sin parar y lloraban desconsoladamente.
Cupido no era capaz de explicarse lo que ocurría, hasta que
descubrió una noche a las dos criaturas creadas por su padre, sentados y
mirando la luna con la misma expresión en los ojos. Soledad, anhelo, necesidad,
dependencia, deseo. Los mismos sentimientos que emanaban de la esencia de las
estrellas a las que él había separado. Cuando salió el sol, los humanos yacían
en su lecho, sin vida. Habían muerto de pena.
La aberración que había cometido hizo mella en el corazón de
Cupido, que lloró la pérdida de esas dos almas enamoradas. Buscó día y noche
los restos de las estrellas en el inmenso firmamento y cuando los encontró, los
convirtió en polvo de estrellas, manteniendo juntas así ambas mitades.
Hizo más flechas, muchísimas, tantas que la mente humana no
podría contarlas, mejoró su arco añadiendo el polvo de estrellas y solidificó
suficiente como para hacer puntas para todas las flechas. A partir de ahí se
consideró responsable de hacer que en el mundo no faltasen esos sentimientos
tan intensos que compartían las estrellas enamoradas.
Acudió a su padre, confesó haber pecado de envidia y le rogó
que le dejase emprender su propósito. Tras conseguir su consentimiento, voló
alrededor de todo el mundo, lanzando sus flechas a todos los humanos, de manera
que, dependiendo de qué molécula de polvo de estrella haya sido utilizada para
la elaboración de la flecha, los corazones de cada humano quedaban marcados con
un símbolo que muy pocos conocen hoy día y los llevaba a vivir buscando a su
otra mitad.
Cada paso que damos nos lleva a encontrar a esa persona con
la cual estamos destinados a estar, todo gracias al error de un pequeño ángel
algo envidioso pero responsable de sus actos.
Y por eso, Cupido marca los corazones de aquellos a los que
toca con su flecha, aquellos que están destinados a estar juntos para siempre.
Para ayudarlos a encontrar a su media estrella.
No hay comentarios:
Publicar un comentario