domingo, 27 de mayo de 2012

Consuelo inesperado.

-¡Ay! Joder, cuando coja a ese cretino se va a enterar. – Jeremy no paraba de quejarse mientras yo cambiaba los hielos del trapo que sujetaba contra su mandíbula.
-Déjalo estar, hermano. Aún no ha superado lo de Sophie y para él los culpables somos nosotros. Hay que entenderlo, después de todo no le falta razón.
-¿Crees que nosotros tuvimos la culpa? – Me giré para mirar a mi hermano a los ojos y vi en ellos verdadera indignación. Me encogí de hombros.
-Después de todo, ella desapareció después de discutir con nosotros, después de que la hiriésemos.
-No, Mike. – Se levantó y tiró el trapo al suelo. – Ella discutió contigo. Y la heriste tú. Sin embargo no me has oído decir jamás que creyese que fuera tu culpa. Me equivoqué al esperar la misma actitud por tu parte.

Salió de la tienda como un huracán, sin ni siquiera mirarme. Apreté con fuerza el hielo entre mis manos, sintiendo una fuerte picazón, pero no me moví hasta que el hielo se derritió. Caí de rodillas al suelo y arañé la tierra con frustración, mordiéndome el labio para no gritar, hasta el punto de hacerme sangre. De repente oí una suave melodía, como una caja de música. Al girarme ya no se oía nada, pero ahí estaba la loba de aquella mañana, mirándome con infinita tristeza, como si compartiese mi dolor.

Reculé hasta dar con mi espalda en la lona de la tienda temblando. Definitivamente esa loba se había arrepentido de dejarnos con vida. Se acercó despacio y cuando llegó frente a mí entreabrió la boca, mostrando unos colmillos increíblemente blancos y afilados.
-Al menos después de esto no tendré que vivir con la culpa. – Tragué saliva y observé cómo el animal, al oírme, hacía un movimiento brusco hacia mí. Me cubrí con las manos esperando el final, pero el final no llegó. Solo sentí un ligero cosquilleo en mis manos y las bajé para ver qué pasaba. La loba estaba lamiéndome las manos enrojecidas por el frío de hielo y, como si de magia se tratase, mis manos volvieron a su color normal.

-Vaya, así que no vas a comerme. –Tras eso casi me da un infarto. O quizá dos, ya que oí de repente una voz en mi cabeza, una voz profunda que susurraba.
- Pareces decepcionado, Michael. – Empecé a toser con fuerza, ya que la saliva había decidido coger una ruta alternativa por mi garganta por la sorpresa. La loba acercó su hocico a mi cuello y con un solo roce las molestias de mi garganta desaparecieron.
-¿Qué, qué eres? – La voz en mi cabeza volvió a aparecer, acompañada esta vez de una suave risa.
-Pregunta mejor quién soy. Otra cosa es que te responda. – Frotó la cabeza contra mi hombro. – Michael, escucha. No te tortures más. Nadie tiene la culpa.
-¿De qué?
-Ya sabes tú de qué.

Y sin dejarme preguntarle nada más sentí una ráfaga de aire y la loba volvió a desaparecer. Sin saber muy bien por qué me levanté y miré en mi mochila. Allí encontré una caja del tamaño de mi puño, de color negro y con una pequeña piedra incrustada en la tapa. Un ámbar. A un lado tenía una especie de llave de cuerda, la giré y la tapa se abrió, emitiendo la misma melodía que había oído antes de aparecer la loba.

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