El portazo
aún retumbaba en mis oídos. Aquellas miradas gélidas estaban clavadas en mi
retina y, por alguna extraña razón, un sudor frío recorría mi nuca. Intenté
alzar mis manos temblorosas hacia el pomo de la puerta para abrirla, pero ésta
ya se estaba cerrando de nuevo. El marco estaba resquebrajado y no parecía
hecho para aguantar más golpes.
Me di la
vuelta, cerré los ojos y cogí aire. Esta vez, al portazo lo siguió el sonido de
un trozo de madera cayendo al suelo. Respiré hondo, caminé hacia la ventana y
miré a través de ella. No había tráfico, la calle estaba oscura, silenciosa, a
excepción de los pasos acelerados de gente invisible que cruzaba la calle. Me
permití volverme hacia la puerta un solo segundo y, tras otro portazo, apareció
frente a mí una figura encapuchada.
Era una
figura esbelta, a pesar de la holgada tela negra podía adivinarse la forma de
mujer bajo ésta. Sus manos de piel tostada me hicieron un gesto para que me
acercase y, sin que yo lo permitiese, mis piernas avanzaron hasta quedar frente
a la mujer de negro, que posó una de sus manos en mi hombro e inclinó la cabeza
hacia un lado, comprensiva.
No percibí
el temblor de mis hombros, no noté las lágrimas en mis mejillas. Apenas sentí
el frío que se extendía por mis brazos, hasta la punta de mis dedos. No me di
cuenta de cómo el aire dejaba de correr hacia mis pulmones. Por no notar, ni
siquiera noté los dedos de la mujer cerrándose alrededor de mi corazón momentos
antes de retroceder con su brazo y sacarlo de mi pecho.
Mis ojos
casi salían de las órbitas. Caí de rodillas, con una mano en el pecho y la otra
extendida hacia ella. Intenté hablar, gritar, pero solo la sangre resbalaba de
mis labios. La miré suplicante, pero ella reía.
—¿Acaso lo
vas a necesitar? —Luché contra el frío que ahora se extendía por mi pecho,
luché contra los puntos de luz alojados en mis ojos que apenas me dejaban ver.
—¿Quién
eres? —Sabía que no había salido sonido alguno de mis labios. Era imposible,
pero ella se inclinó y me apartó el pelo de la cara con dulzura. Sus manos
agarraron el borde de la capucha y la echaron hacia atrás, dejando su identidad
al descubierto.
Me encontré
cara a cara con mi propio rostro, pero no era yo. Aquel rostro era más bello,
más perfecto. Mis propios ojos marrones brillaban por el goce de la diversión,
pero estaban enmarcados en un rostro más fino, sin cicatrices, sin
imperfecciones, más delgado. Su sonrisa era inmaculada y perfecta, y su cuerpo
también era más atlético que el mío, un cuerpo con gestos suaves y femeninos.
—Soy quien
tú deberías y no has querido ser. —Se levantó y, dedicándome una retorcida
sonrisa, se caló la capucha, marchándose sin mirar atrás. Mis manos quedaron
teñidas de rojo, me dejé caer en el suelo y, sin fuerzas, me dejé cegar por
aquellas luces que acosaban mis pupilas.
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