viernes, 29 de noviembre de 2013

Hello, my shadow self.


El portazo aún retumbaba en mis oídos. Aquellas miradas gélidas estaban clavadas en mi retina y, por alguna extraña razón, un sudor frío recorría mi nuca. Intenté alzar mis manos temblorosas hacia el pomo de la puerta para abrirla, pero ésta ya se estaba cerrando de nuevo. El marco estaba resquebrajado y no parecía hecho para aguantar más golpes.

Me di la vuelta, cerré los ojos y cogí aire. Esta vez, al portazo lo siguió el sonido de un trozo de madera cayendo al suelo. Respiré hondo, caminé hacia la ventana y miré a través de ella. No había tráfico, la calle estaba oscura, silenciosa, a excepción de los pasos acelerados de gente invisible que cruzaba la calle. Me permití volverme hacia la puerta un solo segundo y, tras otro portazo, apareció frente a mí una figura encapuchada.

Era una figura esbelta, a pesar de la holgada tela negra podía adivinarse la forma de mujer bajo ésta. Sus manos de piel tostada me hicieron un gesto para que me acercase y, sin que yo lo permitiese, mis piernas avanzaron hasta quedar frente a la mujer de negro, que posó una de sus manos en mi hombro e inclinó la cabeza hacia un lado, comprensiva.

No percibí el temblor de mis hombros, no noté las lágrimas en mis mejillas. Apenas sentí el frío que se extendía por mis brazos, hasta la punta de mis dedos. No me di cuenta de cómo el aire dejaba de correr hacia mis pulmones. Por no notar, ni siquiera noté los dedos de la mujer cerrándose alrededor de mi corazón momentos antes de retroceder con su brazo y sacarlo de mi pecho.

Mis ojos casi salían de las órbitas. Caí de rodillas, con una mano en el pecho y la otra extendida hacia ella. Intenté hablar, gritar, pero solo la sangre resbalaba de mis labios. La miré suplicante, pero ella reía.

—¿Acaso lo vas a necesitar? —Luché contra el frío que ahora se extendía por mi pecho, luché contra los puntos de luz alojados en mis ojos que apenas me dejaban ver.

—¿Quién eres? —Sabía que no había salido sonido alguno de mis labios. Era imposible, pero ella se inclinó y me apartó el pelo de la cara con dulzura. Sus manos agarraron el borde de la capucha y la echaron hacia atrás, dejando su identidad al descubierto.

Me encontré cara a cara con mi propio rostro, pero no era yo. Aquel rostro era más bello, más perfecto. Mis propios ojos marrones brillaban por el goce de la diversión, pero estaban enmarcados en un rostro más fino, sin cicatrices, sin imperfecciones, más delgado. Su sonrisa era inmaculada y perfecta, y su cuerpo también era más atlético que el mío, un cuerpo con gestos suaves y femeninos.

—Soy quien tú deberías y no has querido ser. —Se levantó y, dedicándome una retorcida sonrisa, se caló la capucha, marchándose sin mirar atrás. Mis manos quedaron teñidas de rojo, me dejé caer en el suelo y, sin fuerzas, me dejé cegar por aquellas luces que acosaban mis pupilas.


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